Nacho Vegas y la disforia postcoital
POR DAVID ACEBES , 10 ABRIL, 2014
El pasado 8 de abril salió a la venta Resituación, el nuevo y esperado disco de Nacho Vegas. De carácter reivindicativo, este álbum continúa la senda que iniciara el cantante astur en Cómo hacer crac, un EP cuyo single homónimo se ha convertido, en apenas tres años, en un himno para los muchos seguidores del Movimiento 15-M.
«Y en la calle se hace un gran silencio,
Pero si escuchas bien… oirás un crac.»
La repercusión que este nuevo disco producirá en el panorama musical no es difícil de prever. Siempre que Nacho Vegas se lanza al vacío de los medios con una nueva canción, con un puñado de buenas letras, escuchamos de fondo las mismas voces. Algunos, sus más fieros detractores, farfullarán –a falta de argumentos mejores- los trillados y ofensivos “qué mal canta” y “cuánto desafina”. Otros, llevados por el furor de la pasión, afirmarán por el contrario que es el mejor compositor español, el nuevo Joaquín Sabina, un verdadero poeta.
Ni tanto, ni tan calvo. Pese al manido argumento de considerar a los cantautores como poetas, yo os digo que una canción no es, ni aspira a ser, un poema. En verdad, no lo puede ser. La música, implícita en el ritmo de un poema, impide que lo sea. Y Nacho Vegas no es un «Poeta» por el simple hecho de que no escribe poemas. Escribe canciones. Y él mismo se ha empeñado en demostrarlo, publicando algún que otro poema suelto en su libro recopilatorio Política de hechos consumados, donde –sin el parapeto de su música- sus versos languidecen con una flacidez poética evidente. No obstante, esta pequeña mácula en la carrera del cantante gijonés no es óbice para que un servidor se posicione del lado de los que opinan que escribe las mejores letras de la música actual.
Para demostrarlo, haré –con su permiso- un pequeño experimento. Cogeré un par de versos, a modo de biopsia poética, y los analizaré desde un punto de vista crítico. Veamos, pues, qué resultado nos depara. Los versos escogidos pertenecen a la canción Ciudad Vampira, una «per-versión» del Devil town de Daniel Johnston, y que ya ha circulado por Internet bajo otros títulos como La ciudad más triste de este mundo o Matar vampiros. Leamos:
«No quería hacerlo, pero tú insististe…
Y vi tu cara triste cuando te corriste.»
Los grandes detractores de Nacho Vegas aducirán que son unos versos vulgares. El más listo de la clase se jactará del uso desproporcionado de monorrimos (insististe-triste-corriste), pero a mí –cuando los escuché por primera vez- he de confesar que me recordó en seguida a otra estrofa suya. Me refiero a una que pertenece, tal vez, a una de sus mejores canciones, En la sed mortal, donde el autor recita (en esta ocasión, no me atrevo a decir que canta) unos versos que son un autoplagio o intertextualidad propia. Dice Nacho Vegas. «Y amablemente / invito a una copa a Dodó, / y él me cuenta / que incluso los perros se ponen tristes / después de eyacular». ¡Ah! Esto ya no es casualidad. Es copia exacta de un viejo aforismo griego, atribuido a Hipócrates, a Galeno, a Aristóteles, y que en su versión latina dice más o menos así Omnia animal post coitum triste, es decir, todos los animales se ponen tristes después del coito. Está claro, como el propio Nacho Vegas ha reconocido tantas veces, que algunos cantantes también leen…
No sé qué pensarán ustedes, pero dudo que, por mucho que indagáramos en las letras de cualquier afamado compositor español (o extranjero), no seremos capaces de encontrar una revelación semejante. Nacho Vegas reconoce lo que en términos médicos se conoce con el nombre de disforia postcoital, trastorno –bastante habitual, por otra parte-, que se caracteriza por una repentina tristeza (tristitia, dirían los romanos), que se produce después de un encuentro sexual satisfactorio y que puede durar desde un par de minutos hasta unos días después del coito.
En una entrevista del año 2001, el polémico escritor Fernando Sánchez Dragó afirmó que uno de sus libros preferidos era, por encima de muchos, La vida secreta de Salvador Dalí, autobiografía en la que el genial pintor catalán demostraba sus dotes como escritor y reconocía, una tras otra, sus fobias, entre ellas, la eritrofobia, que no viene a ser otra cosa que el miedo a ruborizarse. Tal manifestación, dado el consabido carácter exhibicionista del pintor, puede resultar chocante, pero hasta el propio Ian Gibson la da por cierta en su biografía del pintor. En este mismo libro, Dalí confiesa un pequeño secreto que no tiene parangón en toda la literatura autobiográfica española. Escuchemos la voz de Dalí:
«Evitaba a Lorca y al grupo […]. Era éste el momento culminante de su irresistible influencia personal… y el único momento de mi vida en que creía atisbar la tortura que puede haber en los celos. A veces estábamos paseando, el grupo entero, por el Paseo de la Castellana, en dirección al café donde celebrábamos nuestras habituales reuniones literarias y donde yo sabía que iba a brillar Lorca como un loco y fogoso diamante. De pronto, me escapaba corriendo, y en tres días no me veía nadie.»
Tal vez esta confesión, este no guardarse nada para uno mismo, es lo que seduce a críticos como Dragó y, por analogía, ha de seducirnos a nosotros… en el caso de las letras de Nacho Vegas. Reconozcámoslo, ¿cuántos de los que escuchamos las canciones de este autor seríamos capaces de admitir ante los demás que somos un poco envidiosos? ¿Quién de nosotros sería capaz de admitir ante el mundo entero sus problemas sexuales? Vegas lo hace. Cómo no recordar su magnífica canción Me he perdido, escrito con y para Cristina Rosenvinge, y donde el bueno de Nacho se atreve a confesar: «Y añadiste “si lo hacemos, tonto mío, / pues hagámoslo como es debido”. / “Y, ¿cómo es eso?” pregunté. / Y tú me dijiste: “Justamente así, no.” ¡Qué grande! No es poesía, pero lo parece.
Es evidente que la comparación con Sabina, con Ismael Serrano, con Quique González, con cualquiera de los cantautores que saquemos a colación, no se sostiene. A las pruebas me remito. Aunque, visto lo visto, oído lo oído, no digo yo que todas estas confidencias, todos estos desahogos líricos, no sean más que una pequeña broma final. Un mero recurso retórico de un ser adicto a la auto-parodia. Alguien que es capaz de cantar, como si la cosa no fuera con él:
«Por allí llega Nachín con otra lúgubre canción.
Se cree especial, pero no lo es. Miradlo bien:
es medio maricón, y se meaba en la cama hasta los diez…»
Pues eso…